'La marea
amarilla enloqueció al verle pasar'. Esa frase podría utilizarse en cualquier
crónica de cualquier Gran Premio y es que pasa él y el público ruge. Da igual
la vuelta, la grada, el circuito, el país o el momento de su carrera en el que
se encuentre, según cruza una grada esta se viene abajo. Ocurre siempre, casi
como un acto reflejo, algo que los aficionados tienen ya tan sistematizado que
hacen sin pensar. Ese es el efecto Valentino Rossi.
Desde que
aterrizara en el Mundial en 1996 en el Gran Premio de Malasia sobre una Aprilia
han pasado 300 grandes premios, 301 con el de Cataluña y la intensidad sigue
siendo la misma. No es casualidad, es algo que se ha ido fraguando a lo largo
de los años. Los triunfos, su carisma, las celebraciones, las sonrisas son
cosas que le han llevado donde está ahora, que han conseguido que incluso en
sus momentos más negros los aficionados permanecieran a su lado.
Aunque es cierto
que nadie es imprescindible en el mundo también lo es que en ocasiones aparecen
personas sin las cuales nos cuesta imaginarnos las cosas. Valentino Rossi en el
Mundial es una de esas personas necesarias. Le hemos visto crecer (bueno yo no
mucho, ya estaba muy crecidito cuando el Mundial llegó a mí), celebrar un
título con Blancanieves y los siete enanitos, de hippie, firmando ante notario
tras un época de sequía, autoproclamarse burro por cometer un fallo de rookie y
sobre todo dando clases magistrales de motociclismo.
Cada piloto que
se convierte en leyenda crea un precedente, una época que perdura en el tiempo,
independientemente de los años que pasen. Rossi es de esos, de los que ha
creado un estilo propio, a los que los pilotos admiran, copian y temen. Ha cautivado
a propios y extraños, a pilotos y aficionados. Que las gradas se tiñan de
amarillo, que los pilotos saquen el pie al frenar y que el motociclismo tenga
esa sensación continua de intensidad, de felicidad, es obra suya. A lo largo de
los 18 años que lleva en el Mundial ha pasado momentos malos como perder el
título en 2006 en la última vuelta en favor de Nicky Hayden o los problemas que
tuvo con el fisco italiano, que le hicieron perder la sonrisa en algunas
ocasiones pero nunca la ilusión por correr, ni si quiera sus dos años en Ducati
que fueron como dos años en el limbo en los que muchas cosas fueron
cuestionadas, mucho se dijo y el italiano no tenía medios para rebatir.
Él es especial, consigue reponerse a todo y seguir como si nada. Volver a Yamaha como si nunca se hubiera ido, dejando sus dos años con la marca italiana en el olvido. Manteniendo las masas de gente en la puerta de su camión pese a que rompiera el sueño de ver al italiano ganar títulos con la marca italiana que tenían muchas personas. Y eres consciente de su alcance cuando se cae en carrera y todo el mundo guarda silencio. Los aficionados que rugen al verle, los comentaristas que disfrutan narrando sus giros, los espectadores que desde casa vibran viéndole, lanzan un grito ahogado.
Ha asegurado que le quedan otras 300 carreras por lo menos antes de retirarse, ya serán menos pero lo que sí es seguro es que aunque se baje de la moto seguiremos viéndole por los circuitos. No solo porque tenga un equipo, en una, dos o las tres categorías -que ya lo tiene en Moto3- sino porque seguirá por los circuitos.
Y es que las
grandes leyendas nunca se van, siempre terminan volviendo a los circuitos,
colándose en el box de algún piloto, aconsejando a los que corren, comentando
las carreras en alguna televisión, viviendo las motos desde otra perspectiva.
Rossi es de esos, de lo que siempre estarán y a los que siempre añoraremos ver
competir. Pero por el momento no se ha ido, sigue, y al parecer por otras 300
carreras.
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